La financiación en el marco del conflicto entre Catalunya y Espanya
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Una reforma del sistema de financiación aceptable debería contener los siguientes cinco puntos:
- Un aumento significativo de la autonomía tributaria, tanto en capacidad normativa, como en la atribución del rendimiento de los grandes impuestos, incluyendo IVA y Sociedades.
- Competencias significativas en la administración tributaria, es decir, en la recaudación de los grandes impuestos.
- Una modificación apreciable del grado de nivelación, que no tendría que ser superior al 50%.
- Redistribución de los recursos totales entre el gobierno central y el conjunto de los gobiernos autonómicos, en función de sus necesidades de gasto.
- Capacidad del gobierno de Catalunya para incidir en las decisiones de estado que tienen una clara trascendencia para la economía catalana (por supuesto, grandes infraestructuras nodales y de red, pero no sólo).
En definitiva, al margen de este último punto, que tiene unas connotaciones muy específicas, un buen sistema de financiación se debe basar en dos pilares fundamentales: primero, una amplia autonomía tributaria, que permita que los servicios prestados por el gobierno territorial se financien básicamente con los impuestos pagados por los ciudadanos del territorio y que el gobierno tenga un amplio margen de capacidad de decisión, tanto en el terreno normativo como en el de la administración tributaria, sobre dichos impuestos; segundo, un sistema de nivelación razonable, que permita mejorar la situación de los territorios con menor nivel de renta, pero sin invertir la situación inicial, de manera que los territorios que pagan menos impuestos no acaben teniendo más recursos que los que pagan más y, sobre todo, que permita que una mayor contribución fiscal revierta en favor de los ciudadanos de los territorios que la realizan.
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Este objetivo se podría alcanzar bien a través de un modelo federal generalizado, bien a través de un acuerdo específico con Catalunya. Personalmente, no veo demasiado factible un modelo federal generalizado, que no sea un maquillaje de la actual situación. Es decir, que esté basado en la idea que se debe potenciar el autogobierno y no que “el federalismo se basa en la igualdad, la cohesión territorial y la solidaridad”. No creo que los españoles, en general, prefieran antes un modelo federal digno de este nombre (una media, para entendernos, de los que hay en Canadá, Alemania, Suiza y Estados Unidos), que no un modelo unitario, como el que tenemos ahora. Y, sobre todo, está el factor Madrid.
Un buen sistema de financiación debe tener dos pilares: una amplia autonomía tributaria y una nivelación razonable
En el mundo no hay modelos federales de verdad con un caso equivalente al de Madrid. Es decir, donde prevalezca el designio, compartido por las fuerzas políticas, la tecno-estructura estatal y las principales instituciones del estado, de hacer de Madrid alfa y omega y centro de irradiación de la política y la economía españolas. El factor Madrid es un obstáculo, y no menor, para que España pueda llegar a ser un país federal. Si Washington fuera Nueva York, Estados Unidos no sería un país federal. Como no lo sería Canadá si Ottawa fuera Toronto, ni Australia, si Canberra fuera Sídney. El federalismo exige un terreno de juego equilibrado entre los actores territoriales en presencia y una neutralidad exquisita por parte del gobierno central en la lógica competencia entre estos territorios. Ni uno ni otro factor se dan en España.
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Un pacto bilateral y un acuerdo específico para Catalunya sería la solución más razonable y la que mejor correspondería a la realidad. Una realidad que está caracterizada por dos factores.
En primer lugar, por el hecho de que, en buena medida, la competencia real es la que existe en todos los terrenos entre Barcelona y Madrid: en el económico, el artístico, el científico, el deportivo; en todos, menos el político-institucional y el militar. Sólo hace falta mirar los ránquines y ver la realidad de cada día. En segundo lugar, porque las preferencias por un modelo de estado o por otro, y el grado de aspiración al autogobierno y de conciencia nacional, son marcadamente diferentes en Catalunya y al País Vasco (y, después, bastante lejos, en las Islas Baleares y en Galicia) que en el resto de territorios españoles. Sólo hace falta repasar las encuestas, ver cuál es el sistema de partidos y, simplemente, contemplar la realidad política de cada día. Y, en fin, es suficiente constatar cuál es el conflicto político que monopoliza la vida política española desde hace unos cuantos años.
Cuando eso sucede (es decir, cuando las aspiraciones a la autonomía y al autogobierno son marcadamente diferentes en unos territorios determinados) hay tres maneras de enfocar la cuestión: a) el modelo que prefiere la mayoría (en este caso el del estado unitario, centrado en Madrid), se impone al otro; b) se crea un modelo híbrido, que no acaba de satisfacer a nadie (para unos hay demasiada autonomía y para otros demasiado poca) y que, a no ser que esté muy blindado, a la larga acaba degenerando en la alternativa anterior; y c) se encuentran soluciones específicas por aquellos territorios que tienen preferencias y aspiraciones distintas. Así se ha hecho en Quebec, Escocia o Flandes, con el resultado de que se han apaciguado apreciablemente los anhelos independentistas. Parecería, pues, una buena receta para tratar nuestros problemas. A no ser, claro está, que a la hora de decidir sus preferencias, para algunos contara más lo con que no quieren que tenga Catalunya, que aquello que desean para ellos mismos.
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Dicho todo eso, el conflicto actual no es sólo, ni siquiera principalmente, un problema de dinero, y no creo que pueda resolverse poniendo exclusivamente la cuestión de la financiación sobre la mesa. Diría que es antes una cuestión de reconocimiento que no de financiación. Un pacto bilateral de autogobierno podría ser una salida aceptable al conflicto actual y es probable que una mayoría de catalanes considerara esta opción preferible a la de la independencia. En mi opinión, eso dependería de sus contenidos y de las garantías de su cumplimiento. Entre los contenidos, y es uno de los importantes, está la cuestión de la financiación. Ya he hablado de ello y he dicho qué es lo que me parecería aceptable. Pero también hay otros muy relevantes (en los aspectos competenciales e institucionales), sobre los cuales ahora no es el momento de referirse. Y, por supuesto, habría que ver qué mecanismos se establecen para garantizar el cumplimiento de lo que se hubiera pactado. En materia de pactos tenemos la experiencia de una larga tradición de incumplimientos y los árbitros que deberían dirimir en caso de conflicto han dado pruebas repetidas de su parcialidad. Pero, en fin, quizá esta vez sería posible alcanzar un acuerdo bilateral satisfactorio, tanto por sus contenidos, como por las garantías de su cumplimiento.
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Un pacto de esta naturaleza quizá sería aceptable para una amplia mayoría de catalanes (naturalmente, debería serlo también para una mayoría de españoles) y tal vez sería posible iniciar, bajo sus augurios, un nuevo ciclo constitucional. Ahora bien, para certificar su legitimidad no sería suficiente con que fuera votado y refrendado por el pueblo de Catalunya. Claro está que se tendría que votar. ¿Cómo podría ser de otra manera si lo tiene que ser un Estatut de Autonomía? Para que un acuerdo de estas características constituyera el fundamento de una nueva etapa de acuerdo básico, de paz constitucional, entre Catalunya y España, haría falta, además, que se pudieran votar las otras opciones. La de no cambiar nada, la de cambiar sólo un poco. Y, por supuesto, la de la independencia.
El conflicto actual no es sólo, ni siquiera principalmente, un problema de dinero; es antes una cuestión de reconocimiento
En primer lugar, porque la reclaman una buena parte de los ciudadanos de Catalunya y sería una estafa que no pudieran someterla a votación. Y en segundo lugar, y sobre todo, porque sólo si la opción de la independencia es derrotada en las urnas, ante otra que merece un apoyo de los ciudadanos más amplio, esta tendría la fuerza necesaria para ser aplicada con toda la autoridad y toda la legitimidad y podría dar paso a un periodo razonable de acuerdo y de estabilidad. No, en cambio, si esta otra opción gana, simplemente, por la incomparecencia de la primera, es decir, porque se le ha prohibido participar. En este caso, la votación estaría viciada de origen: porque muchos ciudadanos no querrían participar y porque su resultado estaría bajo la sombra de la sospecha permanente de lo qué habría podido suceder si se hubiera podido votar por la independencia. Un acuerdo votado (el acuerdo bilateral al que me he referido, una reforma federal o un nuevo Estatut), pero que no haya demostrado en las urnas que tiene un apoyo mayoritario de los catalanes, superior al de la independencia, sería un acuerdo muerto antes de nacer. Y sólo serviría para atizar, y no para apaciguar, la llama independentista.
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Debería hacerse una última consideración. Los tiempos del conflicto entre Catalunya y España y el de la eventual reforma de la financiación autonómica son diferentes. Y, sin embargo, los dos tienen en común esta última problemática. De manera que si, como parece probable, la negociación de la financiación empieza antes de que esté mínimamente encauzada una vía de salida del conflicto de fondo, se planteará la cuestión de qué actitud tendrían que adoptar las instituciones de Catalunya. ¿Tendrían que participar como si no pasara nada, olvidando sus objetivos de fondo? ¿Tendrían que abstenerse de estar, como si la cosa no fuera con Catalunya?
En mi opinión, esta posición debería estar presidida por dos tipos de valoraciones. En primer lugar, por el hecho de que lo que se acuerde respecto del modelo de financiación afectará durante un periodo de tiempo, probablemente largo, a los catalanes y a las finanzas de la Generalitat, de manera que sería bueno estar presentes para defender lo que más convenga. En segundo lugar, los planteamientos que adopte el gobierno de Catalunya tendrían que permitir acercarse a los objetivos finales que se puedan perseguir. Eso es más fácil si estos objetivos prevén, bajo la fórmula que sea (pacto bilateral, reforma federal, mejora de la autonomía), quedarse en España que irse, claro está. Y sobre todo lo que parece difícil, sea cuál sea la situación que se presente, es que Catalunya siga liderando la reforma de la financiación, como ha venido sucediendo hasta ahora. Para liderar, hay que hacer propuestas que sirvan para quien las hace y que sean buenas, a la vez, para el conjunto. Y eso no parece probable que suceda.