L’Hospitalet, delta de convivencia
Vivo y enseño en l’Hospitalet de Llobregat, una ciudad que me es ajena, pero una ciudad donde se puede vivir. De Barcelona han marchado todos mis hermanos. Barcelona es una ciudad que expulsa a su gente; l’Hospitalet intenta ofrecer oportunidades para todos. No sé qué complejo de inferioridad debería sufrir l’Hospitalet respecto a la hermana mayor. Barcelona, sí, dispone de un legado inigualable, que yo también disfruto. Lucen los palacios, los monumentos. Yo antes pasaba muchas tardes en el Park Güell, o entre las formas del hospital de Sant Pau, o me acercaba a la Sagrada Familia. Ahora vivo ajeno a estos espacios, no me acerco desde hace años.
Me instalé en l’Hospitalet hace doce o trece años. No solo se trata de la ciudad donde vivo, sino también del lugar donde trabajo. Ejerzo de profesor de secundaria en un centro de l’Hospitalet. Por lo tanto, mis impresiones son, de alguna manera, dobles: por un lado está lo que yo he observado como habitante; por otra parte, aunque también subjetiva, tengo una antena activa situada en el corazón mismo de la sociedad que me rodea.
Cuando llegué, la rumorología sobre l’Hospitalet era nefasta. A medida que pasan los años, he visto las enormes ventajas de vivir aquí. Hay menos ruido que en Barcelona, es menos inhumana, todo está más barato, los trámites son mucho más fáciles.
Una bola de obras
Me fui de Barcelona como acto de protesta. Me fui incordiado, diríamos. Mi barrio, la Sagrera, no era más que una bola de obras faraónicas, que no acababan ni iban a ninguna parte. Esta imagen amable de la ciudad, que ahora han adoptado en su publicidad las empresas que gestionan el turismo y que, a mi parecer, arruinan la ciudad, responde a estos mitos amables de la ciudad diversa y hospitalaria, que baila rumba y vive abierta al mar.
Barcelona oculta una realidad inquietante: es una ciudad donde cada vez resulta más difícil vivir y convivir, porque pone una frontera económica para el propio desarrollo vital. Barcelona expulsa a sus ciudadanos: tengo muchos amigos con hijos, que trabajan, con buenos sueldos, que están a punto de ser desahuciados. En Sant Antoni, en Sant Andreu, de donde yo soy. Una ciudad colonizada, una ciudad profundamente clasista. Que tiene un claro déficit cultural y que degrada los barrios que tienen que ser gentrificados a continuación. Lo vi en mi barrio cuando era un niño; lo estoy viendo ahora en el Raval. L’Hospitalet es un lugar que abre espacios nuevos, donde juegan niños de todas partes, donde nadie hace preguntas, que puede muy bien haber llegado a cierto grado de prosperidad, precisamente porque nadie se ha afanado en chafar ninguna minoría. Es un lugar donde todo el mundo es minoría.
Delta de nacionalidades
Y posiblemente sea este bienestar relativo el que explique la convivencia en l’Hospitalet: es tan diverso que se tiene que convivir, no queda otra solución. Cualquier intento de supremacía resultaría ridículo. En l’Hospitalet no he echado raíces. Es curioso, trabajo para integrar personas en la ciudad donde vivo, pero yo no me he integrado. ¿Cuáles son las raíces de l’Hospitalet? Quizá nadie lo sepa. Es la ciudad de donde salieron los anarquistas más radicales, donde fueron a parar, en los setenta, algunos supervivientes del POUM y de la FAI (lo ha explicado Dolors Marín, otra historiadora con raíces en l’Hospitalet). Es la ciudad donde viven escritores muy interesantes (Toni Hill, Diego Prado, David Aliaga). Pero es una ciudad sin demasiada crítica para desarrollar alta cultura, es una ciudad cansada, de una humanidad muy densa que se desconoce a sí misma.
Barcelona es una ciudad que expulsa a su gente; l’Hospitalet intenta ofrecer oportunidades para todos
Barcelona es una ciudad para mirar y consumir, pero no sirve para vivir. Barcelona echa a su gente y borra sus raíces. Las mías personales, resulta que están en la otra periferia. En Nou Barris, en la Sagrera, en los bordes de la Meridiana. Cuando no circulo por el centro para trabajar, cruzo toda la línea 5. Estas raíces periféricas han hecho de mí un apátrida. Y ser apátrida es desconcertante, pero permite chupar de todas las identidades, no solo de una o de una y media. Cuando yo era un niño, en la escuela leíamos a Sagarra, Foix, Salvat-Papasseit, Maria Mercè Marçal. Nos los hacía leer Eulàlia Bota. Yo fui alumno de Eulàlia Bota: ahora hay una escuela en Sant Andreu que lleva su nombre. Y no me extraña. Quien ha sido alumno de Eulàlia Bota ha de recordarlo toda la vida. Hoy todo aquello sería impensable, sería la revolución pura. Pero mis raíces son intangibles, son un puñado de literaturas, las que me hicieron estudiar en la escuela y el instituto. Si trabajo de docente es para conseguir acercarme a aquel nivel de excelencia pedagógica.
Diseño contra raíces
Los apátridas tienen la posibilidad de explorar y buscar su propia identidad, la escogida. Ejercer la docencia en l’Hospitalet, para mí, es un modo político de ser y de existir. Todo el mundo sabe que hay claustros muy divididos en todas partes entre profesores unionistas y profesores independentistas. En el mío, este problema no lo hemos tenido. Porque tenemos otros más urgentes que derivan de extremas dificultades sociales. Hay que aparcar divisiones y atender a lo que es prioritario, la cohesión misma del barrio, la de nuestro equipo. Este problema, en la cotidianidad, se puede resolver con un poco de ironía.
Hace unos meses, unos alumnos me preguntaron qué estaba pasando en Catalunya. Eran alumnos musulmanes, de familia marroquí, realmente preocupados. Querían la historia de un bueno y un malo. Querían entender por qué en un lugar donde todo funciona, donde hay seguridad, las instituciones se degradan y dan una imagen pésima de epilepsia y de esclerosis. En una de las clases, casi todo el mundo es dominicano. A veces tengo la impresión que soy yo quien aprende. Mis alumnos dominicanos no entienden los nervios de la sociedad catalana, nuestro modo cuadriculado y taylorista de enseñar y de vivir. Valoran las ventajas materiales de vivir aquí, pero no encuentran modelos de prestigio que los seduzcan. El vacío lo ocupan los vídeos de YouTube, que nos ganan por goleada. Encuentran un lugar donde la astucia proporciona muchos más dividendos que la autodisciplina. Encuentran un sistema educativo en liquidación, un lugar donde el ocio es pasivo y acrítico, narcotizante.
Barcelona será el espacio de una explotación brutal, será una capital inhabitada, transcultural. No creo que l’Hospitalet consiga sustraerse de las cicatrices abiertas de Barcelona. Pero encuentro, cada día, un equipo que se afana en coser lo que se está dispersando. Un equipo que juzgo heroico, de una heroicidad cotidiana. Una pequeña heroicidad empática: esto es la docencia.
Los apátridas tienen la posibilidad de explorar y buscar su propia identidad, la escogida