Mucha innovación, poco cambio
La identificación y el análisis de más y mejores experiencias educativas no han dejado de crecer durante los últimos años. Sin ir más lejos, un informe del Brookings del 2018 catalogó más de 3.000 innovaciones en todo el mundo. Sin embargo, nuestra comprensión sobre esas mismas innovaciones, sobre los procesos que entrañan y especialmente su impacto, ha evolucionado poco.
Aquí podría verse una paradoja. Por un lado, se tiende a rebajar la importancia de la innovación educativa. En su versión más rimbombante, la investigación basada en evidencias ha llegado a afirmar que el 95% o más de las cosas que hacen los profesores para mejorar el éxito de sus alumnos funciona. Por el otro, la visibilidad de profesores y escuelas en forma de premios, etiquetas varias –por ejemplo, “escuelas avanzadas”– y la no poca épica a la hora de describir el éxito de quien innova en contextos muy difíciles, han provocado una visualización de lo innovador como algo espectacular, sin fisuras, y de paso ha alimentado la idea de que quien quiere, puede. El resultado seguramente haya sido desorientar y abrumar más a la mayoría de docentes dada la ausencia de un marco común sobre innovación pedagógica, y especialmente en vista de la falta de formación e información sobre cómo llevar esas prácticas a sus propios contextos.
¿Qué hace el profesorado?
Nos preguntamos eso porque muchos sistemas educativos, particularmente el nuestro, no saben qué es lo que pasa dentro de sus aulas. Por ejemplo, la mayoría del profesorado apoya o tiene una opinión favorable sobre los beneficios del aprendizaje significativo o por proyectos. Ahora bien, es difícil observar dichas prácticas en la mayoría de centros. Ello no es fruto de cinismo, sino un síntoma de las dificultades que tienen las y los docentes para aprender y mejorar su práctica profesional. Ciertamente, los sistemas de evaluación del alumnado han evolucionado notablemente, mientras que los sistemas para evaluar a los docentes siguen siendo limitados y escasos. En España, el 36% del profesorado afirma no haber sido evaluado externamente en ninguna ocasión –la media de la OCDE es del 9%– y pese a ello el 95% afirma sentirse satisfecho con su trabajo.
La falta de mejores mecanismos para conocer el quehacer de los profesores y su efecto sobre el alumnado comporta un resultado peligroso para la vigencia del estatuto profesional del profesorado, a saber, que el conocimiento docente y sus prácticas no puedan relacionarse de manera consistente con el desempeño de los alumnos; además, valida indirectamente la idea de que cada uno puede hacer –léase también innovar– más o menos lo que quiera.
La innovación por sí misma no asegura una mejora de resultados, ni debe ser entendida como algo excepcional. Es, primordialmente, una manera de arrojar luz sobre la manera de funcionar de las escuelas y sus profesionales; de hacer explícito lo implícito y compartirlo, cuestionarlo y adaptarlo a las necesidades cambiantes de unos alumnos diversos, y de unos retos educativos, entendidos también a escala local, en constante transformación.
La innovación por sí misma no asegura una mejora de los resultados
Por lo tanto, la innovación es una parte primordial de la profesión docente y no un extra que solo aquellas escuelas motivadas o preparadas practiquen. Sin unos soportes diversos y potentes, especialmente en los contextos más complejos, la retórica de la innovación sustentada solo por ejemplos de buenas prácticas es incapaz de crear las condiciones para que una determinada comunidad educativa reflexione y aprenda a reformular unas prácticas que demasiadas veces tienen que ver más con la supervivencia profesional –y personal– que con criterios pedagógicos.
Las redes de escuelas
El contacto y el intercambio entre distintas escuelas y su colaboración para elaborar y redefinir proyectos y aproximaciones pedagógicas actúa como una palanca de aprendizaje de primer orden para los y las docentes. Aquí precisamente reside la enorme virtud de la iniciativa Escuela Nueva 21, que entra ahora en su cuarto año de desarrollo y que el Departament d’Educació ha hecho suya. Este programa se centra en identificar escuelas con modelos considerados interesantes y potenciar un sistema de redes y colegialidad entre cientos de escuelas.
Para abordar la transformación sistémica, la actividad entre escuelas debería entenderse como uno de los elementos, no el único, de un sistema más amplio de apoyos. Entre los elementos clave también cuentan el sistema de formación y preparación del profesorado, la mejora de la formación continua, la reformulación de los procesos de gobernanza de los recursos materiales y humanos, y la generación y uso de evidencia empírica para apoyar ciertas iniciativas, prácticas o políticas.
La actuación en estos ámbitos requiere por fuerza un protagonismo importante –pero ojo, no único– de la Administración pública, y esta falta de acción impide aproximarnos a las redes de escuelas como elemento catalizador del cambio sistémico de las prácticas docentes. Sin esos apoyos, y sin la evidencia que ilustre el impacto de esas innovaciones, la actividad de estas redes escolares no es sino otro caso de buenas prácticas. Además, que la Administración haya hecho suya una iniciativa como Escuela Nueva 21 –sin necesidad de evidencia y sin conectarla con otras medidas– arroja otra inquietante lectura: que a través de la idea de innovación se esté trasladando todo el peso para encarar los retos educativos a las escuelas mismas, bajo una lógica del hazlo por ti mismo y del todo vale, que solamente desvaloriza más la profesionalización docente. Es decir, después del ruido, la furia.